Es el tercer elemento más común en la corteza terrestre y se encuentra presentes en la mayoría de las rocas, la vegetación y los animales. Desde mediados del siglo XX es el metal que más se utiliza después del acero.
El aluminio es uno de los materiales más utilizados y más conocidos, presente de manera continua
en nuestro día a día, pero pocos saben que es uno de los metales clasificados como estratégicos por el Pentágono, lo que significa que una de las principales prioridades del gobierno estadounidense es asegurar su suministro constante al menor precio posible. De hecho la guerra actual no podría entenderse sin el aluminio. Un ejemplo son las granadas de termita, que provechan el poder explosivo latente del aluminio empleando su alto calor de formación (la
temperatura a la cual se separa del oxígeno), para incrementar su poder explosivo. Fue la base de 70 000 granadas de mano empleadas en la Primera Guerra Mundial y en la Segunda se usó en bombas incendiarias lanzadas sobre ciudades alemanas y japonesas. Hoy el aluminio forma parte de, por ejemplo, la tecnología explosiva de un misil nuclear y de su fuselaje, así como del propelente de los misiles.
Con semejante historia muy pocos conocen la tremenda lucha que los científicos mantuvieron para encontrar un método eficaz que lo extrajera de la bauxita, el mineral donde se encuentra.
El duro proceso de extracción del aluminio
Este problema llamó la atención de un estudiante de química llamado Charles Martin Hall, que lo
asumió como un reto personal y se entregó a él en cuerpo y alma en su último año en el Oberlin College.
Hall estaba convencido de que para extraer el aluminio tenía que utilizarse la electricidad. Algo nada descabellado, pues durante años los químicos la habían utilizado para identificar elementos químicos. Construyó una batería improvisada y un horno en la leñera justo detrás de su casa, y allí fundió un material llamado criolita al que añadió la bauxita. Hall descubrió que en el horno la bauxita se disolvía en la criolita. Fue entonces cuando decidió hacer pasar una corriente eléctrica por la mezcla y, para su eterno regocijo, descubrió que se producían unos glóbulos plateados. ¡Era aluminio! En cuanto las bolitas del preciado metal se enfriaron lo suficiente para poder cogerlas con la mano, Hall se las llevó triunfante a su profesor. Era el 23 de febrero de 1886.
Unos pocos meses más tarde, un francés de nombre Heroult concibió la misma idea, pero Hall ya había patentado el proceso. La Compañía de Aluminio Americana convirtió en proceso industrial el descubrimiento de Hall haciéndole un hombre rico. Parte de su fortuna la legó a su alma mater, el Oberlin College, donde hizo su descubrimiento. Y allí se encuentra una estatua suya en el edifico de química, por supuesto de aluminio, como recuerdo imperecedero a quien fue capaz de extraer de la roca uno de los materiales necesarios para nuestro mundo tecnológico.
Pero la historia no termina aquí. En 1903 otro joven llamado Richard S. Reynolds empezaba a trabajar para su tío, el rey del tabaco R. R. Reynolds. Por entonces los cigarrillos y la picadura se protegían de la humedad con láminas finísimas de estaño. Richard vio claramente una oportunidad de negocio y, tras aprender todos los vericuetos de esa tecnología, se estableció 16 años más tarde en Kentucky, la patria del bourbon. Allí creó una empresa que suministraba papel de estaño tanto a la industria tabaquera como a la confitera, que también lo usaba porque creía que protegía mejor sus productos que el papel de parafina.
Entonces Reynolds se fijó en el aluminio. Cuando a finales de los años 20 el precio del aluminio cayó en picado, Reynolds decidió adoptarlo como envoltorio para los dos productos que más placer provocan a gran parte de la humanidad: el tabaco y los bombones.
Ligero y anticorrosivo, Reynolds vio en el aluminio el metal del futuro y muy pronto ofreció al mercado una larga lista de productos: estructuras de aluminio para puertas y ventanas, embarcaciones y hasta una batería de cocina. No obstante, el producto estrella de Reynolds apareció en 1947 y desde entonces no falta en ninguna cocina: una lámina de aluminio de una o dos centésimas de milímetro de grosor, el papel de plata. Fino, inoxidable e inofensivo, como metal permite el paso del calor pero no deja pasar la luz, impidiendo sus efectos perniciosos en los alimentos.
El aluminio saltó el límite de la cocina y se instaló en prácticamente todos los campos de la sociedad: la industria espacial, la construcción, las comunicaciones, el envasado o la medicina son buenos ejemplos de la versatilidad de un metal que pudimos extraer de su entorno natural gracias a un estudiante que experimentó con un trozo de bauxita, una batería improvisada y un horno en la leñera justo detrás de su casa.
Autor: MIGUEL ÁNGEL SABADELL Colaborador de Muy Interesante y MuyInteresante.es
Referencia citada por el autor: Sheller, M. (2014) Aluminum Dreams: The Making of Light Modernity, MIT Press
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